Tras la conquista de Tenochtitlán, así como de la mayoría de los pueblos al sur de la Nueva España, las cosas fueron más difíciles para los europeos, pues los pueblos al norte y occidente eran no sólo mucho menos dóciles, sino guerreros difíciles de capturar en batallas a campo abierto.
Los naturales no vivían en ciudades importantes como los otros pueblos prehispanicos que iban cayendo, vivían de la caza y la recolección, sobre todo de tunas. Al estar en movimiento practicaban en consecuencia la guerra de guerrillas y como eran tan hábiles arqueros que ya estaban colocando la siguiente flecha, antes de acertar en el blanco con la primera, el acero español era mantenido a distancia las más de las veces.
José A. Llaguno cuenta en su estudio sobre la personalidad jurídica del indio, realizado a través de la consulta de archivos del III Concilio Provisional Mexicano, que los agustinos, dominicos, franciscanos y jesuitas se negaban a la matanza "a sangre y fuego" de los chichimecas, cuyas incursiones y robos tenían hartos a los conquistadores.
Los religiosos proponían que se fueran expandiendo las ciudades de indios y españoles, de manera que se fueran reduciendo las resistencias de los chichimecas; pero como los rebeldes resultaban tan buenos con las flechas que si en lugar de entrar por un ojo de los europeos, les clavaban la punta en la ceja, ya lo consideraban un fracaso (Fray Alonso Ponce en Vera, Compendio, NOTA 278)
El sentir de los laicos era que se debía hacer una guerra sin cuartel a los chichimecas y esclavizarlos de por vida cuando los atraparan, incluso si se trataba de mujeres y niños, pues aseguraban que si solo los reducían temporalmente, no acabarían con el problema.
Los religiosos en cambio se negaban a tal barbarie y negaban que en cualquier caso fuera válido usar como rehenes a mujeres y niños; a lo que los conquistadores respondían sobre la necesidad de proceder contra ellos como enemigos, "con todo el rigor de sangre y fuego que sean necesarios para el remedio de los muchos daños y muertes que sucederán si esto no se haze".
Cuenta Llaguno que los conquistadores alegaban que esto iba a ser por el bien de los propios chichimecas pues vivirían mejor subyugados y no, como lo hacían, en cuevas y apenas cubiertos por ropas.
Además generalizaban a los chichimecas como perros que comían carne humana en barbacoa, igual que preparaban las yeguas o las reses que capturaban.
Así duraba la discusión sobre la legitimidad de la guerra contra los naturales hasta 1585, 65 años después de la caída de Tenochtitlan. Los agustinos persistían en la idea de que la guerra debería ser el último de los remedios y los españoles encomenderos en que era demasiado trabajo para capítanes y soldados juzgar al enemigo uno por uno, por lo que más valía someterlos, incluyendo a sus mujeres y sus niños, en una guerra total como la que ellos habían librado contra los moros.
Al final, dadas las oposiciones de los religiosos, y la incapacidad militar de los europeos ante la guerra de guerrillas, los problemas de pacificación de caminos y ataques a la capital de Nueva España se resolvieron más con diplomacia e intercambios comerciales, que con la espada.
Los detalles de las posiciones tanto de las órdenes religiosas como de los civiles, quienes incluso alegaban que no se tenía que preocupar al rey con guerras que para ellos eran de obvia necesidad, vienen documentados en este libro de Llaguno quien, por cierto, se convirtió más allá de la literatura en uno de los defensores de los tarahumaras, ya en el Siglo XX
Los naturales no vivían en ciudades importantes como los otros pueblos prehispanicos que iban cayendo, vivían de la caza y la recolección, sobre todo de tunas. Al estar en movimiento practicaban en consecuencia la guerra de guerrillas y como eran tan hábiles arqueros que ya estaban colocando la siguiente flecha, antes de acertar en el blanco con la primera, el acero español era mantenido a distancia las más de las veces.
José A. Llaguno cuenta en su estudio sobre la personalidad jurídica del indio, realizado a través de la consulta de archivos del III Concilio Provisional Mexicano, que los agustinos, dominicos, franciscanos y jesuitas se negaban a la matanza "a sangre y fuego" de los chichimecas, cuyas incursiones y robos tenían hartos a los conquistadores.
Los religiosos proponían que se fueran expandiendo las ciudades de indios y españoles, de manera que se fueran reduciendo las resistencias de los chichimecas; pero como los rebeldes resultaban tan buenos con las flechas que si en lugar de entrar por un ojo de los europeos, les clavaban la punta en la ceja, ya lo consideraban un fracaso (Fray Alonso Ponce en Vera, Compendio, NOTA 278)
El sentir de los laicos era que se debía hacer una guerra sin cuartel a los chichimecas y esclavizarlos de por vida cuando los atraparan, incluso si se trataba de mujeres y niños, pues aseguraban que si solo los reducían temporalmente, no acabarían con el problema.
Los religiosos en cambio se negaban a tal barbarie y negaban que en cualquier caso fuera válido usar como rehenes a mujeres y niños; a lo que los conquistadores respondían sobre la necesidad de proceder contra ellos como enemigos, "con todo el rigor de sangre y fuego que sean necesarios para el remedio de los muchos daños y muertes que sucederán si esto no se haze".
Cuenta Llaguno que los conquistadores alegaban que esto iba a ser por el bien de los propios chichimecas pues vivirían mejor subyugados y no, como lo hacían, en cuevas y apenas cubiertos por ropas.
Además generalizaban a los chichimecas como perros que comían carne humana en barbacoa, igual que preparaban las yeguas o las reses que capturaban.
Así duraba la discusión sobre la legitimidad de la guerra contra los naturales hasta 1585, 65 años después de la caída de Tenochtitlan. Los agustinos persistían en la idea de que la guerra debería ser el último de los remedios y los españoles encomenderos en que era demasiado trabajo para capítanes y soldados juzgar al enemigo uno por uno, por lo que más valía someterlos, incluyendo a sus mujeres y sus niños, en una guerra total como la que ellos habían librado contra los moros.
Al final, dadas las oposiciones de los religiosos, y la incapacidad militar de los europeos ante la guerra de guerrillas, los problemas de pacificación de caminos y ataques a la capital de Nueva España se resolvieron más con diplomacia e intercambios comerciales, que con la espada.
Los detalles de las posiciones tanto de las órdenes religiosas como de los civiles, quienes incluso alegaban que no se tenía que preocupar al rey con guerras que para ellos eran de obvia necesidad, vienen documentados en este libro de Llaguno quien, por cierto, se convirtió más allá de la literatura en uno de los defensores de los tarahumaras, ya en el Siglo XX
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